Diente de Leche

Silvia Ayerra

Este proyecto es un trabajo documental intimista en el que a través del vínculo con mi tío José Antonio hago una reflexión sobre el paso del tiempo, la condición humana, la inocencia y la pérdida de bondades en la edad adulta. Un paseo por la memoria desde los márgenes. Escuchando nuestras conversaciones, exploro los límites entre lo real y lo ficticio creando un imaginario visual fantástico.  

 Él es J.A., nos hemos criado juntas. A día de hoy tiene 75 años y una diversidad funcional no catalogada. Con el paso del tiempo, he ido observando como su comportamiento cambiaba, convirtiéndose en una persona más vergonzosa, cohibida e incluso miedosa. He identificado momentos en los que ha vivido emociones que le han bloqueado, circunstancias que podían darse tanto por un exceso de control externo sobre su persona, como por el propio paso del tiempo y las consecuencias que esto ha tenido en su cuerpo, como su baja movilidad o su ceguera.  

He desarrollado el proyecto Diente de Leche bajo un marco de mediación terapéutica con imagen. La forma en la que he trabajado ha sido creando un mapa emocional lo más fiel posible a las vivencias que hemos experimentado mi tío Jose Antonio y yo, ya que una gestión adecuada de las emociones nos permite tomar decisiones más sabias, y en definitiva ser más libres y felices. Nos sentimos libres cuando encontramos a alguien con quien estamos cómodas y podemos expresarnos siendo nosotras mismas. ¿Y qué significa ser nosotras mismas? Que tenemos un rango de expresión emocional mayor que cuando estamos en situaciones que nos provocan inseguridad, miedo o vergüenza.

La infancia es probablemente la mejor época de la vida para sembrar la esencia de la educación emocional y para trabajar ese aspecto de nuestro ser. Los niños suelen expresarse sin fingimientos, sin artificios, se comportan de una manera libre y espontánea. Sienten menos prevención a la hora de mostrar sus emociones, lo hacen “porque se lo pide el cuerpo”. Quizá sea por esto por lo que mi recuperación emocional en este proceso pase por el vínculo con Jose Antonio, por su pureza, por su inocencia y por brindarme la oportunidad de seguir descubriendo el mundo desde los ojos de una niña  

Contextualizándolo brevemente, este itinerario emocional parte de la primera idea formada por mí misma que recuerdo, mi primera idea autónoma, y fue que yo no iba a cuidar a nadie por obligación, y, en consecuencia, que no iba a querer a nadie por obligación. Nos hemos criado en una familia de herencia carlista, con un notable peso en las tradiciones. Desde pequeña pude ver como estas tradiciones, en este caso la tradición de los cuidados condicionaba totalmente lavida de las personas, tanto de las personas cuidadas como de las cuidadoras.  

A partir de ese análisis hago propuestas basadas en el acompañamiento y la escucha activa, creando espacios de seguridad, donde ambas podamos recorrer un itinerario de emociones sanadoras.  

Es aquí, cuando él, sus objetos y sus pensamientos se convierten en protagonistas, y puedo intervenir con mi cámara creando un retrato íntimo documental sobre J.A. Busco dar una visión mas realista de la diversidad funcional, y lo que es igual de importante, documentar el vínculo. Ofrecer al mundo una relación entre iguales, en la que la condición de dependencia no sea vulnerada ni estigmatizada. Con esto evidencio que lo más importante que necesitamos todas las personas es el acompañamiento y el entendimiento. 

Huyo de los patrones donde socialmente se sitúa la otredad, intentando crear un retrato de un sujeto agente de su propia vida, sin desposeerle de su personalidad sus gestos o sus pensamientos.  

No desposeerle de sus pensamientos significa para mí atenderlos y darles un lugar. Detenerme en nuestras conversaciones y trasladarlas a imágenes, construirlas juntas. Estas conversaciones sirven de inspiración, funcionan como una provocación para poder seguir jugando y creando, cuando él me pregunta:  

– Silvia, ¿dónde vive el toro de fuego?  

Todas las relaciones se alimentan a base de repetición. Repetimos las historias en las que mejor lo hemos pasado con nuestras amigas, o nos contamos una y otra vez los chistes que más gracia nos hacen. A J.A. le encanta recordar cuando Lucas, el perrito que vive con nosotras en casa era pequeño: 

– Silvia, ¿te acuerdas cuando Lucas se escapaba de pequeño y teníamos que ir a buscarlo?  

– Claro, subíamos juntas por la cuesta del Castillo hasta el cementerio.  

– Sí, y teníamos que bajar con él por el campo. 

Un día le pregunté:  

– Jose Antonio, y tú si te escapases, ¿a dónde irías?  

– Yo… A ver las ovejas de Ángel el carnicero.  

– Igual algún día vienen ellas a verte a ti 

Esta mezcla es lo que hace enormemente atractivo este proyecto. Voy navegando entre la realidad y la fantasía desdibujando esos límites hasta crear este imaginario visual tan íntimo y personal.  

J.A. se quedó ciego hace unos 10 años, y por eso esta forma de trabajar es tan importante para mi. Una película transparente fue nublando sus ojos y comenzó a perder la vista. Desde entonces, mi forma de acompañarle y mi forma de crear se convirtieron en una búsqueda incesante de sus nuevas necesidades, de su bienestar, y de cómo seguir siendo una buena cómplice, una colega en la que confiar. Aprovechar al máximo los sentidos con los que contamos y estimularnos.  

Hemos crecido en tierras de labradores, donde prácticamente todo el mundo trabajaba en el campo o con los animales. Nuestra familia tenía una granja de gallinas. Jose Antonio se encargaba de repartir las docenas de huevos de casa en casa. Los días que se guardaba fiesta la gente se encontraba en los bares del pueblo. Los hombres jugaban a cartas en unas mesas y las mujeres en otras. J.A. solía andar por allí con su baraja encima. Siempre la tenía entre sus manos dándole vueltas, su carta estrella era el as de copas. Le he visto desgastar cientos de ellos hasta convertirlos en auténticos papeles de fumar. Me parecía increíble el entusiasmo con que las cogía una y otra vez todos los días. Observaba su cara de excitación y sus manos tensas buscando la jugada más deseada.  

Cuando J.A. perdió la vista vivimos una etapa complicada. Estuvo un tiempo asustado y atemorizado, poco a poco fue recuperando su autonomía y comenzó a crear sus propias rutas donde moverse solo dentro de casa. Hubo algo que a mi me preocupaba especialmente, y era que había dejado de jugar. Quise darle su tiempo, que recobrara su seguridad, pero pasaban los meses y se seguía enfrentando cada vez que le proponía echar una partida juntas. Veía como sufría y se quedaba callado en situaciones en las que todavía no identificaba los objetos que le rodeaban. Quien ha convivido con el silencio, sabe el lugar que ocupa. El silencio lo llena todo.  

No sabía de qué manera podía devolverle la magia que él me había enseñado, cómo jugar de nuevo esas partidas de cartas infinitas sin absolutamente ninguna regla. Decidí apostar fuerte. Pensé en qué pasaría si de repente nos despertásemos en Las Vegas, si nos hiciésemos un viaje, si nos olvidásemos de todo por un momento. Necesitábamos estimularnos, algo que nos sacase de este plano de realidad y nos transportase a un lugar más fresco y divertido. Los pobres amamos con la imaginación, amamos con las manos, así que, si no lo teníamos, me propuse hacer el mejor de los decorados. Vestí las paredes de espumillón, coloqué carteles luminosos que anunciaban la entrada en un bar, y varias luces giratorias alumbrando la habitación. J.A. llegaba a la sala y se acercaba hasta  su sillón tocando la pared y descubriendo las cortinas, seguía las luces de colores con su mirada y su sonrisa se ensanchaba, le gustaban. Me pidió ponerse su gabardina para merendar, y más tarde también quiso su gorra. Me contaba historias de todos los hombres que iban a jugar al bar Zapata y a Casa del Americano, de los que fumaban puros y bebían en copas, de qué parejas eran las mejores, y que a él siempre le invitaban kas naranja o gaseosa. Tranquilamente, cogimos de nuevo las cartas. Nos apostamos quién hacía la cena esos días, a mi me tocó hacer tortilla y fritos y él tuvo que servirme el café después de comer.  

Es importante tener un cómplice. Para estimularnos, para cuidarnos y para jugar. Saber parar y esperar es a veces lo mejor que podemos hacer por un colega en apuros. Quedan muchas historias por contaros en Diente de leche, pero sin duda, este fue uno de los mejores viajes que hemos vivido. 

La ruta de liberación de cada una la construye una misma. Esta ha sido mi manera de transmutar las experiencias que han sido más difíciles de gestionar, porque, en definitiva, lo que todas queremos es ser felices. Ese es el mayor miedo que tenemos, que los dolores que hemos sufrido se nos queden dentro como una especie de maleficio.  

Diente de leche es un proyecto complejo que atraviesa muchas problemáticas. Pero en fotografía, como en la vida, las cosas pasan a otros niveles de más profundidad. Crecer con Jose Antonio ha sido una de las mayores fortunas que he tenido, y como todas las cosas buenas que te pasan quieres compartirlo. Aquí está mi pequeño tributo a las alianzas y a todos los escondites llenos de juegos y alegría. 

Silvia Ayerra con Jose Antonio Muruzabal